Una imagen vale más que mil palabras. Por lo general,
tendemos a confiar en nuestros sentidos por encima de cualquier cosa pero,
¿Seríamos capaces de confiar en ellos si todo el mundo nos llevara la contraria?
Si un coche es azul, es azul pero, ¿Puede llegar a ser rojo si todos los que
nos rodean opinaran lo mismo?
En el último post hablé de la importancia de la presión
social en lo que se refiere a nuestra forma de tratar a los demás. Para ello
describí los resultados de dos experimentos míticos en el ámbito de la
psicología. Hay un tercero que me hubiera gustado incluir pero he preferido
añadirlo por separado para no alargar demasiado el primer texto. Los
experimentos de Zimbardo y Milgram se enfocaban más a aspectos morales y
sociales de la conducta, con los estudiantes desmadrándose en su rol de carceleros
por un lado y los sujetos del experimento de Milgram friendo a sus contrapartes
a calambrazos. El experimento que voy a describir ahora es menos transcendente
moralmente (al menos en una primera impresión) a la vez que más chocante y
absurdo.
El experimento fue llevado a cabo por Solomons Asch, un
psicólogo de origen polaco, pero residente desde muy joven en los Estados
Unidos en los años 50. En el campo de la psicología, la filosofía de Asch
estaba encuadrada dentro del movimiento
de la Gestalt. En esta se hace un gran énfasis en la idea de que el todo es
algo más que una simple suma de las partes, en lo que se refiere a procesos cognitivos.
Inspirado por este concepto Asch decide indagar hasta qué punto nuestras
impresiones sobre el mundo que nos rodea son totalmente objetivas e
independientes, o si por el contrario están fuertemente influenciadas por el
entorno social. Para ello Asch plantea un experimento en el que una serie de
sujetos tienen que hacer algo tan simple como expresar su opinión acerca de la
longitud de una serie de líneas. El sujeto del experimento se encuentra con una
serie de segmentos de línea de distintas longitudes. La tarea es sencilla. El
participante solo tiene que comparar una línea de referencia con otras tres con
longitudes claramente diferentes, y decidir cuál de ellas tiene la misma longitud.
Parece sencillo ¿No? Pero la prueba no se realiza a solas. Ahora añadimos seis
personas más. Estos se introducen ante el sujeto como si fueran el resto de
participantes. Pero en realidad son ganchos que trabajan para el investigador ¿Qué
pasaría si estos seis ganchos respondiesen que el segmento de línea correcto es
uno con una longitud absurda y claramente diferente de la de la línea de
referencia? ¿El sujeto del experimento
confiará en sus propios sentidos o preferirá responder con el resto del grupo,
a pesar de que sus compañeros estás metiendo la pata claramente? Imagino que a
todos nos gustaría pensar que no seríamos tan pusilánimes como para negar la
evidencia que nos ofrecen nuestros ojos para no desentonar. Y es posible que
así sea. Con una probabilidad de 1/3. Porque los otros 2/3 prefieren en
responder dejarse llevar por los ganchos. Es decir, el pertenecer al grupo es
tan importante, que para quedar bien preferimos estar de acuerdo con seis
desconocidos en una decisión atrozmente estúpida que confiar en nuestros
propios ojos.
Los resultados de esta prueba recuerdan a la historia del
niño y el emperador, cuando el pequeño es el único que se atreve a mencionar el
hecho de que el soberano está desnudo, mientras que el resto de la ciudad finge
que tuviera ropa, ya que se había corrido la noticia de que solo los estúpidos
y los inútiles son incapaces de verla. Parece que ya nos olíamos desde hace
tiempo que somos capaces de negar la evidencia más ubicua con tal de no quedar
mal delante de los demás. Pero no está de más tener una confirmación científica
de que esto es así.
Este
post está documentado en los libros “The Mind of the Market” de Michael Shermer
y “Los ángeles que llevamos dentro” de Steven Pinker y alguna ayuda de la
Wikipedia.
http://perfumenw.blogspot.com.es/2011/08/perfume-and-asch-phenomenon.html
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