¿Crees que la bondad o la malicia son en gran parte partes
integrales de la personalidad de un individuo? ¿Qué los buenos tienden a ser
buenos y los malos malos? Quizás sea así
en parte, pero existen evidencias, no precisamente recientes, de que es posible
convertir a casi cualquier ciudadano modélico en un abusón cruel y sin
escrúpulos y hasta en un asesino en potencia. Y por supuesto en lo contrario,
en un sujeto con valores ético que respeta los sentimientos de los demás, o en
muchas otras categorías que encajarían entre los dos extremos. En gran parte
esto se debe a que somos
muy gregarios. Somos una especie tan social, que a través de la autoridad y la presión grupal se puede conseguir casi cualquier cosa de un individuo. En este post voy a hablar de dos experimentos míticos que sostienen esta idea. En su momento ambos revolucionaron nuestra forma de entender la condición humana.
muy gregarios. Somos una especie tan social, que a través de la autoridad y la presión grupal se puede conseguir casi cualquier cosa de un individuo. En este post voy a hablar de dos experimentos míticos que sostienen esta idea. En su momento ambos revolucionaron nuestra forma de entender la condición humana.
La palabra experimento nos inspira imágenes de laboratorios
donde distintas substancias o materiales están siendo manipuladas,
probablemente con un láser. En este sentido, en este blog ya he comentado
algunos de los experimentos más míticos de la historia de la física. Pero
existen otro tipo de experimentos que no encajan en este estereotipo pero que
son igualmente interesantes.
Llevar a cabo experimentos es esencial entre otras cosas,
porque nuestra propia mente tiende a desviarnos de la verdad la mayor parte del
tiempo. Nacemos con una tendencia natural a desarrollar serie de intuiciones
sobre cómo funciona el mundo que a menudos no impiden ver la realidad tal y
como es, sin filtros. Es como si nuestro cerebro tuviera kits para aprender
física, química, biología, psicología, economía, etc., pero muy a nuestra
manera, con montones de truquillos y trampas. El psicólogo Steven Pinker,
experto en psicología, las distingue utilizando el adjetivo “folk”, folk
physics, folk biology… lo que se podría traducir como “popular”. Estos kits nos han sido de enorme utilidad a
la largo de nuestra historia biológica, ya que no ayudan a predecir la
probabilidad de que algo suceda o no en el futuro. Pero como vimos en el post
“Experimentos de andar por casa”, estas intuiciones nos traicionan. Todos
tendemos a pensar que una bola de bolos caería más deprisa que una canica, y sin embargo no es así. Estas
capacidades “científicas” de andar por casa que todos tenemos, nos lían y nos
confunden en muchos ámbitos. Además lo hacen de formas sorprendentemente
parecidas en todos nosotros, lo que nos hace pensar que hay mucho de innato en
ellas.
De estas intuiciones básicas nos vamos a centrar en la
psicología y la ética popular. Cuando un equipo de periodistas descubre a un
grupo de individuos comportándose de forma inmoral, consciente y
organizadamente se suele crear un gran revuelo. Este es el caso de los muchos
escándalos políticos en nuestro país, el de los cuerpos de seguridad a los que
se descubre torturando a detenidos o el de los soldados estadounidenses en
Irak, sometiendo a los prisioneros iraquíes a todo tipo de vejaciones. La
reacción más común de los cargos de responsabilidad salpicados por los
escándalos es dejar caer la culpa sobre un pequeño número de “ovejas negras”.
La excusa es normalmente asumida por la mayoría a la que la letanía de las
ovejas negras o las manzanas podridas que acaban echando a perder todo el
barril nos es familiar. Lo curioso de hecho, es que esta excusa habitual nos
siga pareciendo tan sumamente razonable después de que haya sido rebatida científicamente
hace ya un tiempo considerable.
Es más, yo diría que algunos de los episodios más horrendos
de la historia del siglo XX, ya planteaban serias dudas a la cantinela de las
ovejas negras o de la manzana podrida que echa a perder el resto. El más obvio
es la Alemania Nazi. Durante 12 años, desde que Hitler accede al poder hasta
que los aliados conquistan Berlín, la mayor parte de los ciudadanos alemanes
pasan a ser partícipes de varios de los más terribles crímenes contra la
humanidad que cualquier comunidad pueda cometer. Curiosamente, después de la
guerra, los alemanes pasaron a ser europeos corrientes y molientes como el
resto de nosotros, ciudadanos que ponen los derechos humanos en lo más alto y
que repudian la crueldad y la injusticia. Aunque los líderes nazis, fueron
claramente las ovejas negras liderando el rebaño, está claro que actuaron con
la complicidad de la mayoría de los alemanes. Tampoco podemos hablar de
manzanas podridas. Las manzanas podridas no vuelven a estar frescas, y los
alemanes sí que volvieron a ser ciudadanos perfectamente razonables y
compasivos tras aquel siniestro lapsus colectivo.
Todo lo que rodea este asunto es difícil de llevar
emocionalmente. Cuando uno ve reflejada en una película la indiferencia de los
berlineses de aquel momento hacia el sufrimiento de los judíos y otras
minorías, dan ganas de montarse en una máquina del tiempo y ametrallar a todos
los viandantes implicados. Si por el contrario nos pusieran una película
mostrándonos el sufrimiento de los mismos individuos como ciudadanos de la RDA
durante la época del muro de Berlín, oprimidos por la dictadura comunista, solo
sentiríamos compasión. Pero estamos hablando de las mismas familias.
Lo que sucede es que en nuestra psicología y ética
populares, tendemos a atribuir cualidades como maldad o bondad a individuos en
particular. Si uno nace o se hace malo, lo es para siempre y hay que combatir a
esa persona y apartarla de la sociedad. De ahí que disfrutemos tanto de las
historias de héroes y villanos con roles bien definidos. Con los individuos que
no tratamos en el día a día, sobre todo nuestra familia, somos más conscientes
de la complejidad de las relaciones humanas. Pero si nos alejamos con nuestro
zoom mental e incluimos otros grupos, poco a poco vamos aplicando estereotipos
y simplificaciones. Imaginemos un ejemplo un tanto simplificado y esquemático.
Pensemos en un reino medieval tuviera un conflicto con un reino vecino. Es
probable que todos habitantes de este segundo reino fueran considerados como
malos hasta la médula. La opinión generalizada sería que tienen mal corazón y
malas intenciones. Si por otro lado, la situación fuera pacífica y
cooperativa, pero hay se diera un
incidente aislado que pusiera la convivencia en riesgo, el país ofensor
atribuiría la responsabilidad a un número reducido de individuos, se les
cargaría con la culpa y se les castigará para complacer al vecino. Los
castigados difícilmente saldrán de entre los individuos que llevan las riendas
del reino o sus allegados. El ejemplo es algo simplista pero me parece
suficientemente creíble como para ejemplificar la forma en la que utilizamos
nuestra “psicología popular”.
En esta forma de atribuir responsabilidad por un conflicto,
lo más importante es encontrar a un culpable. Alguien tiene que estar detrás de
todos los problemas confabulando para hacer el mal. Curiosamente nuestra
intuición en este aspecto parece fallarnos tanto como con la bola de bolos y la
canica. La realidad es que el mundo no está tan dividido en buenas y malas
personas, como en buenas y malas circunstancias. Pero no me refiero a un
desarrollo estereotípico del tipo que según un individuo desfavorecido va
creciendo, las injusticias sociales la van convirtiendo poco a poco en un
delincuente. Lo que intento decir es que es posible convertir a un individuo
perfectamente moral, amable y caritativo en un monstruo en cuestión de días (y
revertirle a su estado normal después). Para ello como mencioné al principio
solo necesitamos una jerarquía de autoridad y presión social por parte de un
grupo. Si el sujeto del experimento considera que sus compañeros y superiores
esperan algo de él, intentará cumplir con estás expectativas independientemente
del daño o las injusticias que otros deban sufrir para conseguirlo. Esto no
quiere decir que no haya quien sea capaz de resistirse. Pero la fuerza de la
presión social es tan extrema que uno puede estar tirando sus convenciones
morales por el retrete antes de poder darse cuenta, para poder encajar dentro
del grupo. El grupo además te ofrecerá excusas y rodeos intelectuales para
aplacar tu conciencia si esta te escuece.
El primer experimento a mencionar en este caso fue llevado a
cabo por un brillante catedrático de psicología neoyorquino, Philip Zimbardo. El experimento consistía
básicamente en dividir a un grupo de voluntarios salidos de entre los propios
estudiantes de la Universidad de Stanford, donde tuvo lugar la experiencia, en
guardias y prisioneros. Una vez asignados los roles, a los guardias se les
proporcionaron uniformes, silbatos, porras y gafas de espejo para reforzar su
apariencia autoritaria. Los prisioneros fueron llevados por sorpresa por la
policía local a una falsa prisión dentro de la misma universidad. La idea era
simplemente pasar dos semanas dentro de los roles asignados, sin que se fijaran
demasiadas directrices. Pero el experimento se tuvo que cancelar a los tres
días por la propia seguridad de los participantes. En solo tres días los
estudiantes que ejercían de guardias, habían comenzado a llevar a cabo todo
tipo de abusos y humillaciones para mantener la disciplina entre los
prisioneros, que en un principio no les tomaban muy enserio. Entre otras cosas
los prisioneros eran obligados permanecer desnudos, limpiar el baño sin
guantes, el acceso al baño llegó a estar restringido, los guardias obligaban a
los prisioneros a hacer flexiones con un guardia subido a la espalda, e incluso
se llegó a utilizar confinación solitaria por encima del límite autorizado.
Varios prisioneros tuvieron que dejar el experimento antes de estos tres días
al no poder aguantar el estrés. El mismo Zimbardo se estaba dejando llevar por
la situación y fue su pareja, también psicóloga la que le abrió los ojos para
que parara el experimento antes de que alguien saliera herido. El experimento
tuvo lugar en 1971. Hoy en día sería imposible llevarlo a cabo de nuevo ya
debido a que incumpliría la mayoría de los estándares éticos que protegen a los
sujetos de una investigación. Esto es bastante afortunado en general, pero
conlleva la desventaja de que el experimento no ha podido ser reproducido. Aun así, el experimento de Zimbardo demuestra
que las circunstancias determinan nuestro comportamiento mucho más de lo que
nos gustaría admitir. Mucho más reciente en nuestra memoria están los abusos
cometidos por soldados estadounidenses en la prisión iraquí de Abu Graif. Lo
que no es más que una versión natural y espontánea del experimento de Zimbardo.
Creo que todos hemos visto las imágenes de jóvenes estadounidenses en uniforme
de campaña, sonriendo alegremente mientras sus compañeros les fotografían junto
a prisioneros iraquíes desnudos en las posturas más humillantes posibles, con
bolsas de papel en la cabeza, siendo paseados como perros, obligados a hacer
torres humanas, etc.
Es altamente improbable que los mismos individuos que
llegaron a tales cuotas de degeneración tanto en la prisión experimental de
Zimbardo como en la real de Abu Graif, se hubieran dejado llevar hasta tal
punto en otras circunstancias. Dos de los factores que propician este tipo de
actitudes deleznables son la asignación de un rol otorgando el poder sobre otra
persona y la presión social del propio grupo en el que se está inmerso. En
principio a nadie le gusta ser responsable de un tratamiento inmoral hacia un
desconocido. Pero en un contexto en el que se tiene a un grupo de sujetos
considerados enemigos totalmente bajo control la tendencia a demonizar y
deshumanizar al otro tiende a crecer. Algunos de los que tienen el control
comenzarán a proponer castigos y vejaciones que serán defendidas como acciones
necesarias y morales al estar aplicadas a sujetos “inmorales” y “peligrosos”.
Una vez la tensión empieza a escalar, oponerse al “justo” y “merecido” castigo
de los “culpables” puede ser considerado como un gesto de traición. Al mismo
tiempo, cualquier intento de los prisioneros de mantener la dignidad puede ser
considerado un acto de rebeldía. Desgraciadamente una vez este círculo vicioso
se activa, pararlo desde dentro es muy difícil, ya que cualquier abogado de los
agredidos dentro del grupo de los agresores puede acabar en el otro lado si
pierde el favor de los que tienen la sartén por el mango.
Otro factor que puede llevar a individuos normalmente buenos
y amables a cometer actos deleznables es la autoridad de alguien considerado en
un escalón superior de la jerarquía. Y
no hace falta ser un alto cargo del ejército para hacer pasar órdenes, un
simple investigador dirigiendo un experimento podría inducir a un sujeto a
causar horribles daños a otro ser humano. La prueba está en los experimentos llevados
a cabo por Stanley Milgram en la Universidad de Yale en los años 60. Durante la
década anterior muchos de los nazis culpables de crímenes de guerra habían sido
juzgados en cortes internacionales. En muchos casos los soldados y oficiales de
rangos inferiores se escudaban en que estaban llevando a cabo órdenes. Por
tanto Milgram quería saber hasta qué grado una persona podía llegar a la hora
de seguir órdenes de un superior. Para ello reclutó un grupo de voluntarios de
todo tipo de profesiones y extractos sociales. Los sujetos eran invitados a
formar parte de un experimento sobre aprendizaje, esta vez ficticio. Se hacía
un sorteo trucado para elegir profesor y alumno. El sujeto, siempre profesor se
sitúa a los mandos de un aparato que permite pasar shocks eléctricos a su
alumno al otro lado de un panel de cristal. La idea era proponer asociaciones
de palabras que el alumno debía recordar. De no hacerlo recibiría un shock. En
los mandos del profesor aparecían distintos
voltajes con etiquetas del tipo, ligero, medio, fuerte, hasta extremo y un
último advirtiendo del peligro. Se explica que a partir de 150 voltios los
shocks son dolorosos, más de 300 muy
dolorosos y a 450 extremadamente doloroso. Pero se deja claro que en ningún
caso se producirían daños permanentes.
Previamente Milgram hizo una encuesta entre sus colegas que opinaron que
solo entre un 0 y un 3 por ciento de los participantes llegarían a proporcionar
el shock de 450 voltios. El resultado del experimento fue que un 65% llegó
hasta este punto. Los “profesores” mostraban claros signos de estrés y
vacilaban antes de continuar. Muchos pedían parar, pero si el investigador
insistía finalmente continuaban, aunque fuera con ojos llorosos o risas
histéricas. Este experimento sí que ha sido replicado multitud de veces en
distintos países y con todo tipo de sujetos, siempre con resultados muy
parecidos. Esto de nuevo nos muestra que somos altamente vulnerables a la
presión social, especialmente si viene de alguien que percibimos tiene un rango
superior en la jerarquía social. Los humanos en malas manos somos armas muy
peligrosas, por lo que hay que pensárselo dos veces antes de ofrecer a nadie un
puesto de autoridad. Todos sabemos lo que puede conllevar que un lunático como
Hitler se haga con las riendas del poder en un territorio, teniendo en cuenta
nuestra tendencia irrefrenable de obedecer órdenes.
Todo esto demuestra que el sadismo, la crueldad y el
desprecio por la vida humana son tan parte de nosotros como el amor, la
compasión y el respeto. Existe la excepción de sociópatas y psicópatas que
carecen de la capacidad de empatizar con el sufrimiento o el gozo ajeno. La
población de psicópatas tiene una representación desproporcionada en las
estadísticas de crímenes violentos, pero no
alcanza a explicar todo el mal que encontramos en nuestro mundo. Las
verdaderas calamidades, los genocidios, la opresión de minorías, suceden cuando
los “buenos” los que tenemos capacidad para la empatía y la compasión nos
dejamos llevar por nuestros instintos más oscuros. Y esto suele suceder cuando
somos empujados por el miedo, la presión social, y la obediencia
ciega a autoridades que no merecen tal calificativo. Por nuestra forma de ser, los humanos somos
capaces de gran bondad y solidaridad, pero también somos sádicos asesinos y
torturadores en potencia. Existen situaciones que tienden a exacerbar unos
aspectos u otros de nuestro comportamiento, por lo que no solo tenemos que
cuidar quien ejerce puestos de autoridad o a quien se lo conceden poder o
privilegios. Es muy importante prevenir las circunstancias que puedan empujar
poco a poco a un individuo o colectivo a actuar de forma crecientemente
mezquina y egoísta. Por ejemplo, aquí en España somos muy críticos con la clase
política que consideramos está saturada de ladrones y aprovechados. Sin embargo
tengo la impresión de que muchos de nosotros seguiríamos la misma senda si
estuviésemos en sus zapatos. La clave probablemente esté en conseguir (por muy
difícil que sea) que los propios políticos cambien las normas que gobiernan su
esfera de acción para permitir, más controles y mayor transparencia. Cuando todos saben los detalles de lo que
haces, disminuyen las ganas de pecar.
Este
post está documentado en los libros “The Mind of the Market” de Michael Shermer
y “Los ángeles que llevamos dentro” de Steven Pinker y alguna ayuda de la
Wikipedia.
Imagen:
http://www.viralport.com/10-psych-experiments/
El psicólogo Watson estaría de acuerdo contigo en esta reflexión; él dijo: “Dadme una docena de niños sanos, bien formados, para que los eduque, y yo me comprometo a elegir uno de ellos al azar y adiestrarlo para que se convierta en un especialista de cualquier tipo que yo pueda escoger -médico, abogado, artista, hombre de negocios e incluso mendigo o ladrón- prescindiendo de su talento, inclinaciones, tendencias, aptitudes, vocaciones y raza de sus antepasados”
ResponderEliminarMuy buen artículo! Habría que vernos a cada uno en estos experimentos...
ResponderEliminarYa te cuento. No me gustaría verme en esa situación. Con lo obediente que suelo ser... igual me le habían colao. Que horror
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