De homicidas a médicos en solo unas décadas


Hace apenas 200 años, acudir a un hospital multiplicaba las posibilidades de morir para cualquier paciente independientemente de su dolencia, y una visita médica no era mucho mejor. Antes de la llegada de la medicina moderna lo mejor que uno podía hacer para remediar una infección era quedarse en casa y mantenerse a una distancia prudencial de cualquier médico en los alrededores ¿Qué convirtió a los matasanos de antaño en los héroes salvavidas de nuestros días? Vamos a hablar de ello.


Antes de los avances clínicos de los siglos XIX y XX, la medicina como casi cualquier otra disciplina de estudio se basaba en un respeto total por la autoridad de los maestros transferida de generación en generación y por otro lado, en la creatividad y capacidad de persuasión de cada médico. A su vez, como sucede con casi cualquier campo de erudición en la Europa cristiana, sus raíces se pueden encontrar en la antigua Grecia en la que se comenzó a utilizar una de las “curas” que más pacientes ha matado a lo largo de la historia, la sangría. Los antiguos griegos creían que la mayoría de las enfermedades estaban producidas por un desajuste entre los cuatro humores o fluidos corporales: sangre, bilis amarilla, bilis negra y flema. Desde esta concepción de la fisiología se divisaron métodos para reajustar las proporciones de los humores en caso de que estos se quedaran estancados, lo que supuestamente era la causa de  enfermedad más común. Para requilibrar estos humores, los médicos griegos practicaban incisiones en distintas partes del cuerpo dependiendo de la enfermedad a tratar, para retirar la sangre sobrante. Hoy sabemos que la técnica, que parte de una premisa errónea, es totalmente inútil. Más aún, desangrar a un enfermo no solo no le hace ningún favor, en realidad le debilita aún más y le expone a nuevas infecciones. Las sangrías ademas, no eran superficiales. Si un médico lo consideraba necesario, podía hacer perder a sus pacientes cantidades importantes de sangre, debilitándolos hasta la muerte. Si unimos esto a que en aquellos tiempos no se cuidaba la higiene como hoy en día, nos podemos hacer cargo de la cantidad de infecciones que se podrían contraer a través de una sangría. Es incluso posible que la no muy agradable modalidad practicada con sanguijuelas, fuera la más segura. Curiosamente, esta deplorable técnica mantuvo su prestigio a lo largo de la Edad Media, y continuó siendo una práctica extendida hasta el siglo XIX.


Junto a las sangrías, los médicos aplicaban otras lindezas medicinales como purgas intestinales, vómitos forzados, baños en hielo, curas a base de sudadas extremas y se recetaban medicamentos tan poco tóxicos como mercurio y arsénico. Si además contamos con que la higiene dependía de la persona a cargo en cada momento, sin ningún tipo de estándares ni reglas establecidas, una vez que un enfermo llegaba a un hospital con una infección, sus gérmenes tenían cientos de pobres diablos medio desangrados para infectar y reproducirse. Para ayudarles estaban los médicos que iban plantando sus manos de paciente en paciente sin lavárselas en ningún momento, ni cuando venían de manipular cadáveres. En un tiempo en el que no se utilizaban estadísticas, parece ser que nadie cayó en el hecho de que los pacientes que no eran tratados tenían unas tasas de supervivencia mucho más altas que aquellos que eran atendidos por un médico. Nos es que no hayan existido voces críticas. Por ejemplo el médico florentino Antonio Durazzini comentaba en 1622 acerca de una epidemia de fiebre: “hay más muertes entre aquellos capaces de permitirse un tratamiento que entre los pobres”. El mismo Voltaire era muy crítico con los médicos: “Los médicos son hombres que prescriben medicinas de las que saben poco, para curar enfermedades de las que saben menos en humanos de los que no saben nada”.


Teniendo en cuenta este tipo de medicina llevaba en vigor desde hace siglos, nada hubiera impedido a los europeos seguir acudiendo a este tipo de doctores para reducir sus posibilidades de supervivencia sometiéndose a todo tipo de torturas consentidas. Afortunadamente a lo largo siglo XVIII una mentalidad mucho más científica y rigorosa se fue extendiendo en todos los ámbitos de la vida intelectual y con ella surgieron nuevas formas de enfrentarse a viejos problemas. 


Uno de estos problemas era el escorbuto. Esta enfermedad plagaba a los marineros que se embarcaban en viajes de larga duración. Prácticamente estaba asumido que el escorbuto mataría a uno de cada 10 marineros, o proporciones aún mayores. En la grandes batallas navales de la época, el número de muertes en combate era irrisorio comparado con las bajas debidas al escorbuto. Los síntomas eran terribles, las encías se descomponían hasta que los dientes se quedaban flojos, los tejidos se desinflaban y en los cuerpos de los marineros aparecían manchas de distintos tamaños. Las piernas se retorcían y los enfermos perdían rápidamente todas sus fuerzas. Desde el comienzo de los viajes transoceánicos los médicos se esforzaban para encontrar una teoría que explicase estos síntomas y una cura para remediarlos. Pero como hemos visto, sus herramientas intelectuales en la época eran más bien escasas. Algunos de los remedios utilizados eran pasta de mercurio, vinagre, agua salada o ácido sulfúrico. También se utilizaban terapias de choque entra las que por sus puesto se encontraba la sangría, pero también se enterraba a los marineros en arena hasta el cuello (no muy útil en el medio del océano) o se les forzaba a trabajar duro. Esto último se debe a que algunos médicos asociaban el escorbuto con los marineros más vagos, sin darse cuenta de que era el escorbuto lo que hacía a estos hombres “vagos” al dejarles sin fuerzas y no al revés.


El escorbuto se había convertido en la pesadilla de la marina todas y cada una de las potencias mundiales en la época. En ese contexto James Lind, un joven cirujano escocés trabajando para la Marina Real Británica aplica un novedoso método para probar algunos de los remedios más comunes utilizados para tratar el escorbuto. En vez de simplemente seguir su propia opinión y sacar conclusiones de su observación personal como hacían el resto de médicos de la época, Lind diseña un sencillo experimento que le ayudara a decidir cuál de estos remedios es el mejor. En un viaje de rutina a lo largo del Canal de la Mancha en 1746, Lind decide tratar a algunos de los marineros más afectados por el escorbuto de una forma particular. Lind ordena alojar a 12 marineros enfermos en la misma parte del barco y darles exactamente las mismas atenciones. Después los divide en parejas, y a cada una de estas parejas les administrará uno, y solo uno de los remedios habituales. De esta forma Lind podría comprobar la eficacia de cada medicina por separado. Los tratamientos administrados de forma diaria consistían en ¼ de litro de sidra;  25 gotas elixir de vitriol (ácido sulfúrico) tres veces al día; 3 cucharadas de vinagre; ½ pinta de agua marina, pasta de ajo, mostaza y rábano y mirra; dos naranjas y un limón. Los cinco primeros eran remedios recomendados por los doctores de la época. Los cítricos eran una apuesta de Lind para confirmar rumores de que estos combatían la enfermedad. Aunque la prueba debía durar dos semanas, antes del final de la primera el barco se había quedado sin suministro de cítricos. Pero llegado este momento cabían pocas dudas de cuál era el remedio más efectivo. Los marineros que habían recibido naranjas y limones se habían recuperado rápidamente, mientras el resto no mostraban ningún signo de mejora a excepción de aquellos que habían tomado sidra que habían mejorado muy ligeramente. Hoy en día sabemos el porqué de esta rápida recuperación. El cuerpo humano necesita reconstruir y reparar tejidos constantemente, y para ello utiliza el colágeno. Para producir colágeno es esencial que el cuerpo disponga de vitamina C, y si carecemos de la misma, nuestra capacidad para regenerar tejidos se ve seriamente comprometida. Lind, no tenía información suficiente para siquiera imaginar esto, y no disponía de una explicación exhaustiva de las razones por las cuales los cítricos, y la sidra en mucha menor medida ayudan a curar el escorbuto. Pero había demostrado con toda claridad que este era el caso y que cítricos a la dieta de los marineros eliminan totalmente la incidencia del escorbuto. 


En los tiempos de Lind, como todos sabemos no había Facebook ni Linked-in y su valioso descubrimiento permaneció por años como una curiosidad aislada. Además, basar un tratamiento en la ingestión de fruta no encajaba en ninguna de las teorías médicas de su tiempo, por lo que no se le prestó mucha atención. Afortunadamente en 1780, pasados más de treinta años del descubrimiento de Lind, otro doctor británico, Gilbert Blane se encuentra con el tratado que Lind había escrito acerca de cómo curar el escorbuto. Blande decide poner en esta novedosa cura a prueba en gran escala. Para ello ordena incluir limones o limas en la dieta de todos los marineros de la flota de las Indias Occidentales. La introducción de cítricos en la dieta de los marineros redujo la mortalidad de estos a la mitad nada más ser introducida. En 1795 la armada decide introducir una ración de 20 gramos de zumo de limón en la dieta de cada marinero, lo que resulta ser suficiente para salvarles del escorbuto y dar en las siguientes décadas una enorme ventaja a la marina británica, la única capaz de mantener a raya el escorbuto.


El experimento de Lind era sencillo, fácil de entender incluso para un niño de corta edad. Pero su importancia es inabarcablemente grande. Esta simple idea es la base de los estudios clínicos que a partir de aquel momento revolucionaron la medicina para siempre, hasta convertirse en medicina moderna que todos conocemos y amamos. Partiendo de la premisa de Lind, de repente era posible probar con objetividad y precisión cualquier medicina o tratamiento y decir si esta servía para algo o era totalmente inútil. Poco tiempo después el rey de los tratamientos tradicionales es destronado para siempre. Durante 2000 años los europeos habían desangrado a los enfermos en la creencia de que esto les ayudaba a recuperarse y la técnica había por supuesto llegado a las colonias europeas a lo largo del globo. De  vez en cuando una voz discordante se alzaba para criticar la práctica de la sangría, pero su popularidad permaneció intacta hasta principios del siglo XIX. En 1809 un cirujano militar escocés, Alexander Hamilton decide aplicar el método de Lind para determinar la eficiencia de la sangría, pero con un número de pacientes mucho más alto lo que lo hace más riguroso y fiable. Este experimento añade una nueva clave que será otra de las características determinantes de un buen ensayo cínico, la asignación aleatoria de pacientes. De esta forma cada grupo recibe aproximadamente el mismo número de pacientes jóvenes o maduros, con constituciones fuertes o débiles, etc. Hamilton reúne 366 soldados y los divide en tres grupos que reciben exactamente los mismos cuidados y atenciones excepto por un factor. Uno de los tres grupos es tratado mediante sangría y los otros dos por métodos diferentes. Hamilton y un colega se ocupan de los clientes que no reciben sangría perdiendo 2 y 4 pacientes respectivamente. En el grupo del doctor que había practicado las sangrías los fallecidos ascienden a 35. Curiosamente, del mismo modo que le sucedió a Lind, Hamilton no publica debidamente sus investigaciones y su brillante trabajo pasó desapercibido. Fue solo recientemente cuando se descubrió que Hamilton había sido el primero en probar la inutilidad de la sangría. Afortunadamente, la sospecha rondaba la mente de muchos de los médicos de la época. Uno de ellos, el francés Pierre-Charles-Alexander Luis, puso los estudios estadísticos de tratamientos clínicos sobre una base matemática más sólida y también realizó experimentos que desacreditaban la práctica de la sangría. Estos resultados forzaron a los médicos de su tiempo a sacarse de la cabeza la idea de desangrar pacientes. Como es de esperar hubo médicos que se resistieron y continuaron practicando sangrías hasta el final de sus días. Pero lógicamente la práctica entró rápidamente en decadencia y a finales de ese mismo siglo XIX había desaparecido casi totalmente. 


Esta nueva forma de probar medicinas y tratamientos se convirtió en un filtro maravilloso que separaba los remedios efectivos de aquellos inútiles. Puede parecer extraño que necesitemos utilizar este tipo de herramientas estadísticas para saber que medicinas funcionan, pero nuestra capacidad natural como humanos para juzgar en este ámbito es muy limitada ya que tendemos a dejarnos llevar por impresiones subjetivas, detalles anecdóticos y nuestras propias expectaciones. Poco a poco métodos de análisis clínico se fueron depurando para hacerse más y más fiables. En 1863 Austin Flint, un doctor estadounidense, introduce por primera vez un remedio falso junto a la medicina en pruebas para controlar el efecto placebo, la capacidad del propio paciente para curarse motivado por la atención recibida. En 1943, hace su aparición el concepto del doble-ciego de la mano del Consejo de Investigación Clínica del Reino Unido. De esta forma ni paciente ni doctor saben cuál es el remedio en pruebas y cual el placebo y no hay forma de que el efecto placebo se transmita a través de la actitud del doctor. La misma institución será la que en 1946 de un nuevo paso adelante con su estudio del uso de la estreptomicina en el tratamiento de la tuberculosis. Los métodos utilizados estadísticamente más complejos minimizan las posibilidades de error  destierran el efecto placebo de la investigación. Desde ese momento, nuestro conocimiento acerca de que substancias y prácticas ayudan realmente a remediar un problema médico en particular a crecido exponencialmente y nos ha llevado hasta el momento actual, en el que la gran mayoría de los ciudadanos que tienen acceso a este tipo de medicina viven hasta llegar a la vejez, algo que no había sucedido antes en la historia de la humanidad.

Este texto está inspirado en el título “Trick or Treatment?: Alternative Medicine on Trial”de  Simon Singh y Edzard Ernst, y está documentado en el mismo y en siguiente enlace:

National Center for Biotechnology Information:  http://www.ncbi.nlm.nih.gov/pmc/articles/PMC3149409/

 

Imagen:

http://www.theguardian.com/business/economics-blog/2011/oct/04/greek-debt-crisis-blood-letting

 




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