El ébola es uno de los virus más mortíferos que existe, pero
realmente no es él el que nos mata. Lo que hace es que nos enreda hasta que
nosotros mismos nos agredimos en una acción suicida kamikaze para acabar con el
estado de caos que el virus ha creado. O más que nosotros, nuestro sistema
inmune.
En estos últimos meses estamos teniendo la mala fortuna de
asistir a la mayor epidemia de ébola ocurrida desde que este virus se descubrió
junto al río Ébola que le da nombre en la Republica de Zaire (Hoy República
Democrática del Congo) en el año 1976. Dado que hemos recibido la visita de
este mortífero virus en nuestro propio país, la información sobre cómo se
contagia el virus ha circulado ampliamente. Ya todos sabemos que el virus es
infeccioso, pero menos que otros como la gripe o el resfriado. Se necesita un
contacto directo con los fluidos de un enfermo o de un fallecido para que el
virus se transmita. Este virus no puede viajar humano a humano a través del
aire. Necesita un contacto físico. Esto sería reconfortante si no fuera porque es
terroríficamente mortífero, hasta un 70% por cierto de los que lo contraen en
África mueren.
Por otro lado, yo sentía curiosidad por saber qué es lo que
el virus hace exactamente para matarnos, así que me he puesto a investigar un
poco y voy explicaros lo que he encontrado. La clave es la “Tormenta de citocinas”.
Las citocinas son un tipo de proteínas que las células utilizan para
comunicarse entre ellas. Existen distintos tipos de citocinas con diferentes
funciones. Una de ellas es transmitir información a las células del sistema
inmune como linfocitos o macrófagos de que se está produciendo una infección.
Estos mensajeros, atraen a los distintos tipos de glóbulos blancos hacia la
zona donde se encuentras los gérmenes y a su vez les hacen crear más citocinas
para emitir el mismo mensaje.
Pero esta operación de rescate puede írsele de las manos al
sistema inmunológico si se produce un bucle de retroalimentación, y los
leucocitos continúan enviando citocinas para atraer más leucocitos que a su vez
envían más citocinas. Llegado el momento el propio sistema inmune puede acabar
atacando los órganos de su propio anfitrión pudiendo causar terribles daños
incluso la muerte. Por ejemplo, en una infección pulmonar las propias células
inmunes y fluidos debidos a su actividad pueden colapsar las vías respiratorias
provocando la muerte. La mortalidad de algunas famosas pandemias como la gripe
aviar, se debe a esta respuesta inmune. Por eso se decía, que esta gripe mata
más fácilmente a gente joven y fuerte, con un sistema inmune en buen estado.
Pero el ébola es el verdadero experto en provocar tormentas
de citocinas. Cuando entra en el organismo ataca directamente a las células
dendríticas, parte del sistema inmune. El trabajo de estas células es fichar a
los virus para luego informar al resto de células de cómo crear anticuerpos
para matar a este germen en particular. Al atacar directamente a las células
que ayudan al resto a reconocer y destruir los invasores, los virus del ébola
pueden reproducirse con tranquilidad con la alarma ya desconectada, cosa que
hacen a toda velocidad. El ébola va infectando distintos órganos hasta el punto
de que las células que utilizan para reproducirse empiezan a explotar. En este
punto es cuando las cosas se ponen feas. El sistema inmunitario no solo se
encarga de atacar invasores. También se deshace de enemigos potenciales en el
interior, como células cancerígenas o células muertas en zonas que se están encangrenando.
Cuando el sistema inmune se da cuenta de que hay restos de células muertas
recorriendo todo el organismo se vuelve loco e intenta acabar con todas estas
células rebeldes que parece planean acabar con el organismo del jefe.
Pero la magnitud de la respuesta es enorme y son los propios
órganos los que empiezan a sufrir, especialmente el sistema circulatorio. El
ataque del sistema inmune daña las paredes de los vasos sanguíneos que empiezan
a tener fugas produciendo hemorragias. La
tormenta también provoca la liberación de óxido de nitrógeno que actúa como
anticoagulante. Lo que finalmente te mata no es la pérdida de sangre, si no la
bajada de la presión sanguínea. Los vasos dañados con sus pérdidas no pueden
mantener la presión. Esto hace que la temperatura corporal caiga, hasta que la
muerte se produce por un tipo de hipotermia conocida como choque séptico.
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