¿Se te ha ocurrido pensar
que tanto nosotros como nuestras amadas mascotas perrunas somos especies que
nunca llegamos a una verdadera edad adulta? ¿O cómo podemos ser tan distintos a
una mosca si compartimos más de la mitad del ADN? De estas y otras curiosidades
de genéticas vamos a hablar ahora mismo.
Hasta este momento apenas
he tocado en este blog un tema tan relevante para la ciencia como es la
genética. Pero vamos a arreglarlo ahora mismo porque en el último libro que
estoy leyendo (Nature via Nurture de Matt Ridley) he encontrado un par de ideas
interesantes que me gustaría compartir. Ambas de ellas están enfocadas hacia lo
increíble que resulta que los mismos genes en distintos organismos puedan
construir cuerpos tan diferentes. La primera más enfocada a aspectos físicos,
la segunda a características sicológicas. Vamos a comenzar con la primera y
aprender un poco sobre como los genes producen la parte central del cuerpo de
muchos animales.
Desde que Darwin publicó
sus teorías sobre la selección natural en el siglo XIX, todo parecía apuntar a
que había algún tipo de información transfiriéndose de generación en
generación, especificando las características de cada ser vivo. Algunas décadas
después, el monje agustino Gregor Mendel fue el primero en extraer algunas de
las regularidades de la transmisión de la herencia genética. Mediante su
estudio de distintas variedades de guisantes extrajo lo que hoy se conocen como
las leyes de Mendel. Después, los famosos James Watson y Francis Crick
descubrieron la estructura en hélice del ADN en 1953.
Desde el de gran
descubrimiento de Watson y Crick, la ciencia de la genética ha avanzado a pasos
de gigante, por un lado ofreciendo incontables ventajas para otros campos como
la medicina, por otro dejando perplejos a los profesionales de otros, como filósofos,
antropólogos o sicólogos. Cuando se empezaba a atisbar que algún tipo de
substancia transmitía codificada la herencia genética, la mayor parte de los
expertos hubieran apostado que esta especie de planos para construir el cuerpo
y mente (para aquellos que la tengan) de todo ser vivo, tendrían que diferir
enormemente. Cual debió ser su sorpresa
al descubrir que solo 1.5% de nuestro código genético nos separa de los
chimpancés. Por no hablar de que solo un 20% nos separa de otros mamíferos como
las vacas, o de que incluso una mosca de fruta tienen unas coincidencias de un
60% con nuestro genoma.
De repente parece que no
somos demasiado especiales ¿Pero hasta el punto de que seamos iguales al 50%
con una mosca? Esta idea hizo pensar a muchos que debía haber algo
profundamente erróneo en lo descubierto sobre el ADN y la herencia genética.
Afortunadamente, poco a poco se ha ido esclareciendo que tener los mismos
genes, no significa necesariamente un parecido entre los seres vivos que estos
genes construyen. Para entender como un conjunto de genes crean un ser vivo,
quizás sea mejor dejar atrás la metáfora de los genes como una serie de planos
del futuro ser vivo, y pensar más en una receta de cocina. Un ser vivo sería
una especie de bizcocho, y los genes una receta que indica que ingredientes se
han de mezclar, como, cuando, en que cantidades y mediante que procedimientos
específicos.
De este modo, un mismo
set de genes puede crear cuerpos increíblemente distintos, dependiendo de que
genes se activen en un momento dado y durante cuánto tiempo. Un ejemplo genial
para entender esto es la formación de la caja torácica en distintos animales.
Este es un proceso heredado de ancestros más parecidos a un insecto que a
nosotros y varios de los recursos utilizados en esta parte de la receta aún los
compartimos en con primos lejanos como nuestra amiga la mosca de fruta. En
parientes más cercanos, vertebrados como un pollo, un ratón o una serpiente la
forma en la que se construye la parte central del cuerpo del animal es muy
similar.
El truco se consigue con
unos genes llamados genes Hox, que activan o desactivan otro tipo de genes
durante un periodo determinado. Imaginemos el pollo y el ratón. Ambos tienen el
mismo número de vertebras, pero en el caso del pollo, su cuello es largo y su
tórax corto, mientras que en el ratón sucede lo contrario. Los genes Hox
consiguen esto activando los mismos genes que construyen cuello y toras por más
o menos tiempo. Para el pollo, los genes que hacen el cuello, se mantienen
activados más tiempo, dotándolo de un cuello de 14 vértebras, mientras que los que se encargan del tórax están activos
un periodo menor, por lo que el tórax acaba teniendo 7 vértebras. El caso del
ratón es el exacto opuesto, con 7 vértebras de cuello y 14 de tórax. Pero los
dos cuerpos, al menos esta parte del cuerpo, se construyen con los mismos
genes. Por otro lado si estos genes se mantienen activados todo el tiempo, sin
dar oportunidad a los genes que construyen brazos y piernas de actuar, uno
acaba con una serpiente.
La metáfora de la receta
es increíblemente ilustrativa, y nos explica como a través de un libro, escrito
en un alfabeto de solo cuatro letras, podemos encontrar la increíble diversidad
de la vida terrestre. Y al mismo tiempo explica por qué incluso encontramos diferencias
entre gemelos intrauterinos, que son clones con genes idénticos. Porque aunque
intentemos seguir dos veces la misma receta siguiéndola fielmente palabra por
palabra, nunca salen de la cocina dos platos exactamente iguales.
Moviéndonos al segundo
concepto que quería introducir, hay que tener en cuenta que los genes también
crean el cerebro de cada ser vivo que dispone de él, y esto implica que están
involucrados en los futuros comportamientos de estos seres.
Pero incluso para la
todopoderosa evolución genética, generar cambios de comportamiento adaptativos al entorno utilizando un
mecanismo tan laborioso como la selección natural, puede conllevar miles e
incluso millones de años. Es por eso que siempre que se puede tomar un atajo,
se tomará, independientemente de que esto pueda tener consecuencias extrañas
(siempre que estas no impidan la supervivencia). La fascinante y versátil
inteligencia del ser humanos seguramente se debe a uno de estos trucos para
adelantar terreno evolutivo.
Muchos biólogos intentan
explicar cada característica de una especie mediante una pasada ventaja
evolutiva. Las jirafas tienen el cuello largo por que sus antecesores
alcanzaban ramas demasiado elevadas para otros animales de cuello más corto,
los guepardos más rápidos capturan más presas etc. Sin embargo, hay
características de la inteligencia humana con difícil explicación evolutiva. Es
complicado pensar que la capacidad de componer música o de hacer matemáticas
más allá de contar algunos objetos alrededor pudieran ayudar a ningún simio
habitante de la sábana a cazar más animales o recolectar más fruta. Y sin
embargo ahí están esas características. Algunos piensan que la música puede
ayudar a cohesionar un grupo dando ayudándolo de este modo a sobrevivir, pero
este argumento está cogido con pinzas y siempre habrá capacidades intelectuales
de las muchas que tenemos que desafíen toda explicación basada en la adaptación
biológica.
Es mucho más sencillo
explicar nuestra inteligencia de una forma más sencilla, y más acorde con los a
menudo atajos para perezosos de la selección genética. En un momento, un
determinado grupo de simios se estaba beneficiando de una mejora de sus
habilidades cognitivas. Estas mejoras ayudaban a sobrevivirá a aquellos más
inteligentes (con el cerebro de mayor tamaño) primando su reproducción. A nivel
genético es más fácil aumentar el tamaño del cerebro con todos sus módulos, más
que desarrollar un módulo en particular para cada mejora cognitiva. Pero una
vez el cerebro aumenta de tamaño en su totalidad, aparecen milagrosamente nuevas
capacidades intelectuales impensables para el resto de primates.
Esto es interesante pero
aún así, hay otra sugerencia del libro de Ridley que me ha impresionado aún
más. El fenómeno es casi un caso reverso del aumento del tamaño del cerebro que
acabo de explicar. Es curioso que la capacidad cerebral media de un humano de
hace 50 000 años era mayor que la nuestra. En aquel entonces rondaba los
1500cc, mientras que hoy está más cerca de los 1200cc. Quiere decir esto que
somos menos inteligentes que aquel entonces. Es posible, pero el hacernos menos
inteligentes no parece una ventaja evolutiva de por sí.
Un experimento que puede
arrojar luz sobre el tema es el realizado por el genetista Dmitry Belyaev en
los 60. El experimento de Belyaev no tenía fines científicos, ni muy éticos
tampoco, ya que quería criar zorros por su piel. Belyaev era consciente de que
el carácter silvestre de los zorros hacia su cría en cautividad muy difícil y
costosa. Por ello, decidió durante años seleccionar y cruzar a los ejemplares más
dóciles y más amigables con los humanos. Después de 25 generaciones se encontró
con que estos zorros, parecían perros en muchos aspectos. Con colas apuntando
hacia arriba, orejas caídas, morros más cortos, pelo moteado, y más importante,
cerebros más pequeños
¿Por qué esta similitud
con el perro doméstico? La explicación es sencilla. Del mismo modo que aumentar
el tamaño del cerebro al completo es más sencillo que alterar una zona
específica, para lograr una habilidad cognitiva en particular, la forma más
sencilla de conseguir mamíferos más sociable y amigables, es seleccionar los
ejemplares adultos que han mantenido la candidez de un cachorro en su etapa
reproductiva. Esto explica varias de las semejanzas físicas entre zorros y
perros domésticos, que simplemente son versiones aniñadas de los ejemplares
salvajes.
Pero lo más curioso es
que esto le ha ocurrido a al menos dos especies de primates, reducción de
volumen cerebral incluida. Uno son los bonobos o chimpancés pigmeos, conocidos por su carácter
amigable en contraposición a la agresividad del chimpancé común y también por
su gran afición al sexo y por la prevalencia social de las hembras. El otro seríamos nosotros ¿Y por
qué se reduce el tamaño del cerebro? ¿Qué es lo que nos aporta esto? La clave
parece estar en que al llegar a adultos con
una fisiología aún juvenil para nuestros antepasados, se reduce el volumen
craneal, pero también se reduce el tamaño de una zona especifica en el sistema
límbico conocida como área 13. Esta zona del cerebro permitirá a otros mamíferos
adultos desarrollar la agresividad y el
miedo al resto de individuos necesarios para sobrevivir en las duras
condiciones de la vida salvaje. Pero esta “dureza” se convierte en un
inconveniente cuando los humanos debido a su éxito evolutivo se empiezan a
agrupar en sociedades cada de mayores, sobre todo a partir de la revolución
agrícola del neolítico.
Viviendo en aldeas, el
mismo comportamiento de de matón agresivo que te garantiza la supervivencia en
soledad o pequeños grupos, se convierte en un riesgo en un grupo más complejo y
numeroso, donde la cooperación es clave para la supervivencia. De repente una
serie de niños mutantes, que llegan a una edad suficiente para tener sexo y
reproducirse, manteniendo la curiosidad, la docilidad y la candidez de un chiquillo,
se convierten en más poderos actuando en grupo que sus congéneres, más fuertes
y puede que hasta inteligentes, pero demasiado agresivos para coordinarse sin
matarse entre ellos.
Este post está inspirado y basado en el Libro “Nature
via Nurture: Genes, Experience & What Makes Us Human” de Matt Ridley.
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