En 1982 el filósofo francés Auguste Comte intentó establecer
una lista con las áreas del conocimiento que estarán para siempre fuera del
alcance del hombre. Una de esas era la composición de las estrellas “podemos
ver como determinar sus formas, sus distancias, su tamaño, pero nunca podremos
saber nada de su composición química o estructura mineralógica”. Pocos años
después se demostró que Comte estaba muy lejos de haber acertado, al menos en
este punto.
No era la primera vez que esto sucedía, ni sería la última.
Más de un científico o filósofo se ha animado a establecer posibles barreras
del conocimiento, para ser dejado en evidencia pocos años después. Quizás el
más famoso de estos es el brillante, pero increíblemente arrogante Lord William
Thompson Kelvin (que da su nombre a los grados kelvin). En 1896 declaró que
“las máquinas voladoras más pesadas que el aire son imposibles” (refiriéndose a
los aviones que son más pesados que el aire, en contraste con los globos que
son más ligeros y por eso ascienden). Siete años después Kelvin aún estaba vivo
para presenciar el primer vuelo de los hermanos Wright. En 1900 dejó caer otra
de sus perlas “no queda nada nuevo para descubrir en física, solo hacer
mediciones más y más precisas”. Todavía estaba vivo en 1905, cuando el joven
Albert Einstein publicó varios trabajos que plantaban las bases de la física
cuántica y la teoría de la relatividad, revolucionando totalmente el mundo de
la física.
Si bien Kelvin se lo tenía tan creído que provoca cierta
satisfacción leer sobre estos “zascas” científicos, en muchos casos la gente
como a Kelvin o Comte no les faltaba cierta razón. Lo sorprendente es que los
humanos seamos capaces de seguir empujando los límites del conocimiento y de la
tecnología más y más lejos. Volviendo con la proposición de Comte que es el
tema de este post, sus argumentos tenían mucho peso. Aún hoy en día, con una
tecnología con la que Comte no podría ni soñar, no podemos acercarnos a tomar
muestras del Sol, el calor de su superficie pulverizaría cualquier artefacto
mucho antes de llegar. Y en su tiempo, era impensable que los humanos pudiéramos
enviar nada fuera de la Tierra, mucho menos un vehículo capaz de analizar
muestras. Lo verdaderamente raro es que hoy en día podamos hacerlo.
Pero entonces ¿Cómo sabemos de qué está hecho el Sol? ¿Y el
resto de las estrellas? La respuesta se remonta a unos experimentos realizados
por el físico escocés Thomas Melvill en 1752. Este observó que al quemar
distintas substancias y elementos químicos, estos radiaban tonalidades de luz
ligeramente distintas (por ejemplo, dejando caer sal en un fuego esta emite luz
naranja), cualidad que se ha usado después para crear lámparas de distintos
colores, con distintos materiales o gases. Visto desde el otro lado, una vez
que se asocia un elemento a un determinado espectro de luz visible (lo que
equivale a un rango de longitudes de onda), también podemos averiguar el nombre
de un elemento “x” por la luz que este emite.
Este fenómeno pasó a llamarse emisión espectroscópica y pronto
los astrónomos se dieron cuenta del incalculable valor de este tipo de
herramienta. Haciendo un estudio espectroscópico del Sol, sería en principio
posible averiguar de que elemento o elementos estaba formado. La dificultad
radicaba en que la temperatura del Sol es tan alta que este emite un espectro
de luz que abarca todo el espectro luminoso vivible, y en principio resultaba
casi imposible distinguir que elemento estaba emitiendo que parte del espectro.
La solución llegó con el fenómeno gemelo de la emisión
espectroscópica: la absorción espectroscópica, que es el caso inverso. Del
mismo modo que un elemento emite un tipo específico de radiación, también
absorbe radiación de longitudes de ondas muy concretas. Si se usa un prisma
para dividir un rayo de luz en su espectro de colores y lo proyectamos sobre
una pantalla, normalmente aparecen una serie de líneas oscuras muy finas. Esto
se debe a que la luz ha sido emitida por, o ha pasado a través de un elemento
concreto, y este ha absorbido esas frecuencias específicas y no el resto.
A principios del XIX los astrónomos comenzaron a darse
cuenta de que al estudiar la luz del Sol aparecían este tipo de líneas, y de
que investigando en esa dirección sería posible establecer que elemento las
estaba emitiendo en la superficie solar. Fueron Robert Bunsen y Gustav Kirshhoff los que construyeron un instrumento llamado
espectrómetro, con la precisión suficiente para detectar este tipo de detalles.
Con el pudieron hallar algunos elementos como sodio en el Sol. La técnica fue
depurándose y comenzó a funcionar tan bien que en 1868, dos científicos, el
inglés Norman Lockyer y el francés Jules Janssen, descubrieron de forma
independiente un elemento hasta ese momento desconocido en la Tierra: el helio.
Al contrastar las líneas espectrales de absorción de este elemento, no podían
encajarlo con ninguno de los conocidos hasta el momento. Esto les llevo a
postular correctamente que se trataba de un algo nuevo. Este gas, que
representa un cuarto de la masa del Sol, fue bautizado en honor al dios griego
del Sol. Se tardó 25 años en descubrir helio en la Tierra.
Fue el británico William Huggins quien pasó del estudio
espectroscópico del Sol al de las estrellas. Los antiguos creían que las
estrellas estaban hechas de un tipo de substancia especial, llamada
quintaesencia. Lo que Huggins encontró sin embargo, es que las estrellas
estaban compuestas por los mismos elementos que forman la Tierra, lógicamente
en distintas proporciones, ya que como el Sol están llenas fundamentalmente de
hidrógeno y helio.
Desde aquel momento los astrónomos han usado lo absorción
espectroscópica para averiguar la composición de todo tipo de estrellas,
galaxias y nubes de gas o polvo cósmico alrededor.
Este artículo está inspirado y documentado en el libro:
“Big Bang: The most important scientific
discovery of all time and why you need to know about it”, de Simon Singh
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